Distintas formas de ir a la deriva

Hablar de un libro propio cuesta mucho más trabajo que hacerlo sobre un trabajo ajeno. No porque uno no sepa ejercer con cierta solvencia la autocrítica, que ya, a estas alturas, algo se aprende. Es el pudor el que lo impide.

Aunque la cuestión es que me siento bastante satisfecha de cada una de estas historias. El recorrido por ellas puede ser tan aleatorio como queramos. Es verdad que hay cierta agrupación voluntaria, y he querido abrir el libro quizás con el más violento, el que puede parecer más ajeno a mí y a nuestro mundo. Sin embargo, estas primeras páginas suponen un ejercicio literario cuya protagonista es uno de los más afamados personajes del mundo contemporáneo: la soledad. Deja, pues, de resultarnos lejano ese cazador de carácter agrio y pasamos a verlo como una víctima de la que es posible compadecerse.

La muerte será un tema recurrente, desde «Poemas para una niña muerta», accidental y trágica, hasta el acabamiento tranquilo, la despedida en la vejez cumplidas ya todas las tareas de esperar lo que no puede volver. Esto último es lo que encontramos en «El tiempo no es el tiempo», premiado por la Fundación Gaceta de Salamanca.

Y no es el único relato que ha sido reconocido con algún galardón: con «Juegos florales», intercambio epistolar entre Pepín Bello, intelectual español de la Generación del 27 que jamás publicó nada, y un primo suyo, obtuve en su ciudad natal también un premio; y lo mismo con «El último verano» o con «Marea con jazmines», que me hizo viajar a Granada. En este caso es un niño quien escribe cartas a su padre, emigrado a nuestra tierra; un niño obligado a crecer en la tristeza de la separación. Parecido desgarro experimentan los protagonistas de «Razones para el regreso» y «Canciones de ida y vuelta», que ya en el título nos adelantan el tema y que de nuevo nos enfrentan al desarraigo y el retorno a la tierra natal.

Por eso encontré con rapidez el endecasílabo del título, pues todos y cada uno de los personajes que aquí se dan cita sienten el suelo temblar bajo sus pies y se emplean, o bien en huir de algún modo, a veces a través del engaño (léase la historia de Sebastián de la Calle, alias el Gaucho), o bien en emprender una nueva vida (como la joven Soledad Ortiz, con sus jazmines al pelo), o en marchar ¿definitivamente? de esta tierra de sinsabores en pleno «Día de difuntos».

Espero que os resulten lo suficientemente gratos o inquietantes como para volver a ellos de vez en cuando.