El juego de la invención
Es un clásico oírme decir que no me gusta hablar de mis libros. Incluso terminar la oración antes de tiempo y concluir que no me gusta hablar. Sin embargo, ahí están ellos, los libros, con sus palabras bien dispuestas (o eso creo yo), ordenadas para significar, para contar y contarme, para contar a otros, para ser leídos. Quizás también como punto de partida para nuevas historias, esas que no terminaron de salir a la luz por motivos distintos. Falta de madurez del asunto, búsqueda frustrada de nuevos modos de narrar, poco tiempo para desarrollarlas, la vida poniendo sus zancadillas...
En El juego de la invención se cruzan precisamente dos historias que quería contar hace ya tiempo. Aunque nunca pensé que acabarían confluyendo en estos personajes concretos. De hecho, a ninguno de ellos los conocía hasta hace poco, cuando los de carne y hueso se atravesaron en mi camino y yo decidí adoptarlos y convertirlos en lo que son hoy: dos escritores desgraciados, dos hombres en búsqueda o en derrota, dos caras de un mismo ser que descubre la lluvia.
Vivir entre dos mundos suele pasar factura. Uno no termina nunca de saber a cuál de los dos pertenece. Como si eso fuera necesario. Quiero decir elegir. Por qué no gozar de esa doble condición. Por qué no tener dos patrias, dos casas a las que acudir. Incluso dos lenguas con las que entenderse.
Se me dirá que pertenecer, estar, encontrarse, es algo positivo. Confiere estabilidad. La cuestión es que la estabilidad, con todas sus connotaciones de certidumbre y firmeza, no es tan buena como la pintan. Al fin y al cabo, supone también permanecer inmóvil, ausente de cambios, sin deseo ninguno de aventura, de exponerse a los peligros gratuitos de lo desconocido. Y eso, a la larga, aburre. Casi mejor estar en un perpetuo desequilibrio dispuesto a lanzarse a algo.
La escritura tiene mucho de eso. De arrojarse al vacío. A veces se sabe adónde se quiere llegar; pero las sucesivas elecciones ante las encrucijadas que hay que atravesar pueden extraviarte, o despistarte. Y te conducen a un punto en el que el juego deviene peligroso, en el que la invención deja de ser una entelequia para convertirse en la única realidad posible.
No es una sensación agradable, supongo. Debe ser algo parecido al vértigo. (Quien lo ha experimentado sabe de lo que hablo). Pero es que, a poco que uno se pare a pensar (la cuestión es esa: pararse a pensar), otro vértigo peor lo asalta, y aparecen como pulgas molestas las preocupaciones, el incómodo sentimiento de culpa, los errores, el pasado con su peso inconcebible; y se nos plantea la eterna pregunta de si existen el destino, el azar, o somos libres cual pajarillos... Resumiendo: la cuestión de quién maneja el cotarro y qué será de nosotros cuando hayamos muerto.
Quizás con esas dos preguntas sobre los lomos se levantan los escritores por las mañanas (seguro que más gente) y por eso nos dedicamos a lo que nos dedicamos. Para manejar nuestro propio cotarro. Para ser dioses. Entendiendo esa doble cualidad que a mí me interesa ahora. Dioses en su faceta creadora y en su condición inmortal.
Yo sigo ignorando a estas alturas, aunque creo conocerlos bien, si Yago Creuet y Diego Amat, los personajes principales de esta novela, escriben o no escriben para vencer el escollo de la finitud. Lo único que tengo claro es que esta historia va, sobre todo, sobre el acto de la creación, sobre la verdad de la ficción, la ficción de la realidad, la originalidad, la memoria y otras minucias literarias.